Esto lo escribí hace más de 10 años. Hoy lo comparto con mis lectores…
Cuando lo leo siempre pienso en que si yo logré salir de donde estaba y pude volver a empezar, con la ilusión que conlleva, todos podemos.
Solo hace falta ser valientes para salir de nuestro circulo de comodidad y así enfrentarnos a nuestros miedos. Te puedo asegurar que siempre, siempre vale la pena.
Hace ya un tiempo empecé a experimentar en mi vida unos cambios muy grandes. Vivía una felicidad pletórica, tan grande como irreal. A medida que pasaba el tiempo en lo alto de la ola de la felicidad, empecé a caer y me encontré perdida. Poco a poco comencé a darme cuenta de que toda esa euforia que yo llamaba felicidad era abrumadora, mi Ser no era capaz de creer que podía vivir todo aquello. Acostumbrada y entrenada toda la vida a sufrir por dolor propio y ajeno, mi cerebro no sabía cómo dejar de seguir inmerso en la tristeza. Y siendo feliz comencé a enfermar. Mi cuerpo hablaba de miedos profundos, mi estómago no podía digerir tantos cambios, porque hasta ese momento no había aprendido cómo se hace cuando uno se siente pleno, cuando uno es feliz y lo que no sabemos hacer nos provoca angustia, miedo y a veces rechazo. Así viví momentos de profunda desesperación, donde cada día era un pasito más en una cuerda floja muy larga. Y así pasa cuando queremos despertar, cuando decidimos empezar a ser lo que hemos sido llamados a ser.
No fue fácil, pero aprendí…
Aprendí que soy fuerte, mucho más de lo que creo que soy.
Aprendí que no existe nada mágico que me haga cambiar de la noche a la mañana, que los cambios van despacito y hay que ser valiente para afrontar la realidad que llevan consigo.
Aprendí que los cambios hay que darlos pasito a pasito, como cuando aprendemos a caminar, porque si damos los pasos muy largos, nos podemos caer y hacernos daño, tanto como para decidir retroceder o simplemente no volver andar.
Aprendí que, a pesar de tenerlo todo, hay algo dentro de mí que es mi peor verdugo, algo que me tiene que perdonar y mejor tarde que nunca.
Aprendí que el tiempo pasa muy de prisa y hay que disfrutar el camino, labrándolo día a día, porque no sabemos que hay al final.
Aprendí que debo aceptar y así no estar peleada conmigo, con todo y todos.
Aprendí que hay gente maravillosa y a ellos hay que decirles cuánto los queremos y demostrárselo día a día, con hechos.
Aprendí que no todo está en mis manos. Que, aunque soy responsable de mi vida, a veces no puedo sola y debo pedir ayuda.
Aprendí que tengo miedos enormes, más allá de mi conciencia. Que no puedo ponerle nombre, ni cara, pero que he de descubrir la sombra, porque como decía mi madre: “hija no temas por los fantasmas, teme a los vivos.”
Aprendí que hay gente con la que eres de verdad, autentico y otra con la que no. A esos que te aceptan tal cual eres debes de cuidarlos y de los que te critican aprender y no peléate con ellos, porque sería como pelearte con tu propio espejo.
Aprendí que soy buena madre, compañera y amiga, con errores, con algunos errores que veo y otros que no, pero soy consciente, estoy despierta, ya no voy por la vida con los ojos vendados. Cuando cometo un error, pido perdón, rectifico y lo hago de corazón.
Aprendí que algo me impide avanzar y aun no sé lo que es, pero también aprendí que estoy a punto de saberlo y trabajo día a día para seguir, porque creo en el camino.
Aprendí que la felicidad verdadera se llama paz y no euforia
Aprendí que de todo esto lo tenía que aprender y esa es la prueba fehaciente de que voy por buen camino…
Gracias, Gracias, Gracias