La calma interior es el anhelo más grande para el ser humano. Pareciera que la felicidad, a partir de una edad, se reduce a tener tranquilidad, paz. Vivimos en un mundo que se mueve a la velocidad de la luz, cuando nos damos cuenta ya es de noche, cuando nos damos cuenta ya es invierno, cuando nos damos cuenta ya tenemos 65 años y sentimos que nos hemos perdido el camino.
Mindfulness o consciencia plena
La mente sosegada tiene una característica principal y radica en experimentar la ecuanimidad a través de la meditación consciente. En vez de fijar la atención solamente en la respiración o un mantra, como nos invita la meditación budista, el mindfulness o consciencia plena, implica una consciencia siempre consciente en el día a día, tanto interno: qué pasa en mi cuerpo, como externo: qué se mueve en mi entorno.
La consciencia navega por un mar de experiencias, incluidas las sensaciones de emociones y pensamientos. Te permite ver la naturaleza de un proceso, sin identificarte con tus sensaciones, emociones, pensamientos.
La profesora de meditación Sharon Salzberg habla de la ecuanimidad como una «una tranquilidad espaciosa de la mente», en la que podemos permanecer conectados con los demás y con todo lo que ocurre a nuestro alrededor mientras nos liberamos de nuestra costumbre condicionada del apego.
En definitiva se resumiría como «no poder detener las olas, pero poder surfearlas». La capacidad de mantener el equilibrio ante la vida, que se mueve constantemente. Hay una historia que ilustra la sabiduría de este estado mental.
Era un granjero, cuyo valor más grande era un caballo. Un día se escapó. Toda la gente se apiadaba de él: -«¡Que mal suerte, ahora no podrá transportar su cosecha!. A lo que el granjero respondía: «Mala suerte, buena suerte, ¿Quién sabe?»
Unos días después el caballo volvió, seguidos de seis caballos más. La gente le dijo: -«¡Que buena suerte, te harás rico!.» A lo que el granjero respondía: «Mala suerte, buena suerte, ¿Quién sabe?»
Unos días después, mientras el hijo intentaba montar y adiestrar a uno de ellos, se cayó del caballo y se rompio una pierna. Todos los del pueblo le dijeron: -«¡Que mala suerte! tu hijo se ha lesionado y así no podrá ayudarte en las tareas de la granja.» A lo que el granjero respondía: «Mala suerte, buena suerte, ¿Quién sabe?»
Un semana después, el ejercito llegó al pueblo a reclutar a todos los jóvenes para ir a la guerra, a todos menos al hijo del granjero.
«Mala suerte, buena suerte, ¿Quién sabe?»